El Yo de las Montañas
31/08/2012 13:22
Estoy convencido de que la ciudad lleva a la alienación, a los nervios y a esa dosis de estrés que se nos suministra a diario como un suero de hospital. Cada día nos levantamos de mala gana, y estudiamos, trabajamos, vamos de un sitio a otro sin pararnos nunca, sin reflexionar en ningún momento. Andamos por las aceras y oimos ese confuso y disonante conjunto de sonidos generado por vehículos, personas y aparatos electrónicos. En los autobuses, metros e incluso por la calle todos, o casi todos, mantienen continuamente ocupados sus cerebros con música en las orejas, moviles, smartphones, portátiles y otras máquinitas. Cada una de estas personas vuelve a su casa y probablemente enciende la televisíón, cena, cierra su puerta blindada y se va a dormir, solo para volver a empezar a la mañana siguiente.
En las ciudades nadie puede estar solo con sigo mismo; nadie sabe lo que es el silencio. La gente escapa de él, como si un segundo de silencio fuera una mira laser de un rifle que hay que esquivar para que nuestra materia cerebral no se derrame por el suelo. En la Metrópoli todos somos como Ricardo III (W. Shakespeare) huyendo de la soledad, temerosos de tener un diálogo con nuestra propria mente.
En estos días de agosto muchos van a playas llenas de gente, donde hay que buscar como locos el espacio exacto para meter la propria toalla. Os aseguro que el que escribe no es uno de estos individuos. En concreto, estuve en un pequeño pueblo del norte de Castilla La Mancha que se encuentra en medio de colinas y altiplanos.

Ahorabién, aunque muchas veces he practicado el senderismo, siempre lo ho hecho con alguien, nunca solo. Este día decidí aventurarme a solas en la estepa del altiplán, para llegar a un bosque que se encuentra al final de ésta. El único bar del pueblo estaba cerrado, pero mientras andaba hacia fuera del poblado un viejecito no tuvo problemas en regalarme una botella de agua. Así empezé a andar en dirección de la colina que está a la base del altiplán, entre piedras, saltamontes y cardos borriqueros. Cuando llegué arriba eran las doce y media, una hora de locos para andar en un paisaje semidesértico, pero esto me atraía en lugar de causarme repulsión. Me senté en una piedra saqué un porro ya liado y luché con el viento para encenderlo (si os quereis fumar un porraco en la estepa llevaros un mechero, no cerillas jejejej). Dicen que si te fumas un cigarro bajo el sol es como fumarse un porro... así que fumarse un porro en la misma situación es algo doblemente flipante. Cuando lo acabé lo aplasté bien y empezé a andar en la estepa.Cada vez que daba un paso, pequeños saltamontes saltaban para evitar ser pisados; miles de años de selección natural han hecho que sean del mismocolor que la tierra y las rocas. Sin nadie que me hablara, sin miles de caras que me pasasen delante, sin ningún sonido en las orejas sino el silvido del viento y el repetitivo canto de los saltamostes me sentí libre como nunca. Cuanto más me alejaba de la civilización mejor me sentía porque sabía que no tenía que hablar con nadie, dar explicaciones, pensar en algo que no fuera el ruido de mis pasos. Me puse la camiseta en la cabeza para que el sol no me dejara ahí tirado y seguí por senderos que se interrumpiían en continuación. Cerré los ojos y grité al viento sabiendo que nadie me habría oido, dejando que las ráfagas de aire me embistieran como un toro enfadado. Me miré alrededor y me quedé asombrado por tanta inmensidad; muy a lo lejos vi algunos paneles solares, único signo de la actividad humana en ese desolado lugar. La soledad me permitió descansar mi mente y reflexionar un poco. En las ciudades están todos peremnemente ocupados y como ya he dicho, cuando no lo esán buscan inmediatamente algo que hacer. Pero si un hombre no puede nunca estar con sigo mismo ¿como puede aunque solo sea, intentar descubrir quién es? Muchos se casan, elijen carreras universitarias, y toman decisiones importantes en ese caos y luego divorcian, cambian de carrera y se arrepienten de lo que hicieron de sus vidas. Las personas hacen todo esto en el desorden continuo, pensando en continuación en lo que los demás dirán de sus decisiones, y miles de otros factores. Ortega y Gasset decía “yo soy yo y mis circustancias”, pero francamente se puede decir que el “yo” hoy como hoy para el ciudadano se haya dormido en la cueva más profunda de su alma, sumergido por el caos de la urbe. Así la gente vive sus vidas bombardeada de información y muere sin haber sabido quién era de verdad.
Me di la vuelta y miré adonde mis pasos ya habían transcurrido, y contemplé el paisaje como solo se puede hacer cuando estás solo. Conforme iba avanzando hacia el gigante verde que es el bosque, la vegetación se iba haciendo más viva y empezó a haber unos cuantos arbustos de forma arborea que parecían observar al viandante solitario del altiplán.
Pensé en lo imperfectas que son nuestras vidas comparadas con la perfección geométrica con la que se rompen las piedras de la estepa, la forma de las hojas de un pino, o las curvas de las montañas al horizonte que se funden con el cielo.

Los arbustos-pinos iban crenciendo conforme me acercaba al principio del bosque y me parecían cada vez más antropomorfos, mientras me acercaba a la entrada con forma de “V” totalmente natural en la que empezaba el mar de árboles.
Finalmente me adentré en el bosque y después de unos minutos caminando, ni siquiera el viento penetraba el interior del verde túnel formado por el sendero. Fue en esa soledad en la que encontré de verdad el que me gusta llamar “el yo de las montañas”. La inmensidad del altiplano, las estepas y las montañas habían sido para mis ojos un placer inmenso, pero un placer en sí mismo, en el sentido de que el silbido del viento, el canto de los grillos y el paisaje habían de alguna manera “ocupado” aunque de manera mínima, mi mente.
Encontrándome encambio en el silencio casi absoluto del bosque empezé e fijarme en cosas en las que no podemos fijarnos en la ciudad... Mi corazón palpitando, los pulmones que se me llenaban de aire puro, un insecto que me pasaba volando a un metro de distancia, el olor del musgo cuando pasaba cerca de un árbol, una pequeña gota de agua que caía al suelo desde una oja por la lluvia de la noche anterior. En ese momento mi individualidad como ser viviente en la naturaleza me impactó enormemente. Si la vida, como dice Pirandello, “no es más que un escenario” y nosotros solo unos actores, en ese momento de paz conmigo mismo, sentí que me había quitado mi mascara. Todos los que me conocen concuerdan en que soy un tío nervioso, hiperactivo; sin embargo en esa soledad me sentía totalmente tranquilo. Nuestras vidas están cargadas de hipocresía, de moral, de códigos sociales de comportamiento, de costumbres y mierdas que nos recubren totalmente y nos empequeñezen, reduciendo al mínimo quién somos realmente. De persona a persona esto puede variar, pero es una constante en la mayor parte de las culturas. Pero en la soledad del bosque, todo esto se esfuma, así como las montañas al horizonte o como la niebla atravesada por el viento.
Después de llegar a un valle y de hacerme esa foto junto a los árboles (si, tengo unos brazos muy largos) volví sobre mis pasos.

Volver y oir a la gente hablar me pareció algo molesto al principio, aunque solo es un pueblo de 50 personas, pero ¿qué hay que hacer? El hombre es un animal social aunque algunos menos que otros y es necesario aunque fastidioso tener un mínimo de reglas. El salvaje “yo de las montañas” ya se encuentra otra vez en esa cueva al fondo de mi alma, recubierto por todo este caos que llamamos “sociedad” esperando poder salir otra vez.....